miércoles, octubre 27

Serenata ausente



Una vez más México es noticia.  Y aunque el debate hoy se centra sobre el papel que deberá jugar este país, por su ubicación geográfica,  en caso de que se apruebe la comercialización y venta de la marihuana en California, Estados Unidos, prefiero concentrarme en voces como las de Vicente Fernández y Chavela Vargas, dos exponentes de la cultura mexicana que también dan de qué hablar. 
La primera por cumplir 91 años y seguir logrando primeros lugares de ventas con su nueva producción !Por mi culpa!. Y el segundo, por volver al pasado con el lanzamiento de un DVD, recopilación de sus inicios musicales durante un concierto, !México en La México!. Ambos,  a través de su música y de sus canciones, permiten que las buenas noticias de ese país, que no son pocas, sigan siendo noticia a pesar de la realidad. 

Y a los dos, aunque ausentes, una canción de otro gran mexicano, el que más, José Alfredo Jiménez, porque si a México le va bonito, a todos nos va bonito.


“No le chille mijo, no sea bruto. En esta vida hay dos clases de mujeres: las muertas y las ingratas. Y más vale viva e ingrata que muerta y agradecida
Consejo del abuelo de Vicente Fernández

lunes, octubre 25

Not your problem?


Yo cultivo,
Tú la compras,
Él la fuma,
Ellos la legalizan,
Nosotros la penalizamos, 
Y vosotros qué hacéis?

viernes, octubre 22

!Se necesitan cojones!


La expresión no es un anuncio clasificado.  Es el valor que tuvo Marisol Valles García, de tan solo 20 años, estudiante de criminología, en México. 
En un municipio con tan sólo 3.400 habitantes, mil  personas más que el número de asesinatos que actualmente han ocurrido en ciudad de Juaréz, cercano a Práxedis G, su lugar de trabajo,  allí es la actual Jefe de policia con cerca de 19 agentes bajo su responsabilidad. 

En un país donde las masacres están a la orden del día, son pocas las personas y los cargos que están excentos de ser victimas de los narcoterroristas que polulan con sus ametralladoras AK47 y que tienen especial atracción por la autoridad .

Sin embargo, ante la ausencia de aspirantes por el cargo que hoy ocupa, está mujer decidió ser la jefa de la autoridad ya que ningún hombre, "en el país de los meros machos", tuvo los "cojones" suficientes para "cambiar el miedo por seguridad", como afirmó en una entrevista.

miércoles, octubre 20

El arte de pedalear



En teoría un corazón en reposo puede latir aproximadamente 76 veces por minuto, pero si se es deportista o se practica algún tipo de ejercicio, este ritmo puede aumentar e incluso triplicar los latidos del corazón. De ahí que el arte del pedaleo, además de aumentar considerablemente el ritmo cardiaco, tenga su ciencia.

Podría escribir todo un tratado sobre las capacidades físicas del hombre y de la mujer, sus niveles de resistencia, el potencial de lograr todo lo que se proponen, el mérito de no claudicar ante la adversidad, la constancia y la perseverancia como valor de quién conoce que el placer de lograr el objetivo que se ha trazado no está en la meta sino en el proceso, etc, etc... Pero lo cierto es que el éxito del arte de pedalear, ya sea en el deporte o en asuntos del corazón, radica en saber cuándo parar.

Ahí, cuando sienta que el inevitable momento ha llegado, habrá cruzado la línea de meta. Y, seguramente, al mejor estilo de Lucho Herrera, todavía sangrando y adolorido, pueda ponerse en pie una vez más y portar con orgullo la camiseta que lo identificará como el valiente campeón del Gran Premio de Montaña.

martes, octubre 19

Santos: De Colombia para el mundo.

El dìa 7 de agosto de 2010, durante las horas de la mañana.
Si de ideologías se trata, se identifica con la Tercera vía. Escribe con la mano izquierda y con la derecha puntualiza lo que va diciendo. No es ambidiestro pero tiene la capacidad de trabajar a dos manos, de forma paralela va marcando los lineamientos de lo que será el presente y el futuro de los colombianos.

Muestra de lo anterior es que mientras el país entero terminaba de salir de la extenuante campaña presidencial, a tan sólo 58 días de su elección, sin descanso, Santos daba inicio a una gira internacional que incluyo tres continentes. Su equipo de gobierno mientras tanto se iba preparando en el empalme local. Abarca desde los detalles pequeños hasta la toma de las grandes decisiones, pero su estilo se asemeja al de los Jefes de Estado de los sistemas parlamentarios, donde su agenda personal está marcada principalmente por los temas macro.

El día de su posesión, por ejemplo, como lo indica el mandato constitucional, debía asumir a partir de las tres de la tarde el cambio de mando. Sin embargo, lejos del protocolo y la agenda oficial, unas horas antes se posesionó de forma "simbólica" por los "mamos", líderes espirituales, de la madre tierra. Su familia y sus seres queridos estuvieron con él, descalzo y con mochila arhuaca, acompañándolo en la Sierra Nevada de Santa Marta, a 169 metros sobre el nivel del mar y 900 kilómetros de distancia de la capital del país.
Esta ceremonia lejos de tener las implicaciones legales de una posesión presidencial, tenía en lo espiritual, guardando las proporciones, un significado más importante. Y es que con los designios del más allá no se juega. No deja nada al azar.

Durante su posesión el 7 de agosto de 2010.
 Pero más allá de las formas, sin haber cumplido los 100 primeros días de gobierno, hay algo en el Presidente Juan Manuel Santos Calderón, que desde ya nos revela cuál será el tono de su gobierno.

Hace un par de semanas, durante su intervención ante la sesión de la Asamblea General de la Organización de las Naciones Unidas, habló por primera vez ante los cerca de 192 Estados miembros que actualmente hacen parte de esta organización. Allí anunció, entre muchas otras cosas, su deseo de que Colombia entrara a hacer parte del exclusivo circulo del Consejo de Seguridad de este organismo. Dieciocho días después, su deseo se cumplió en una votación mayoritaria y sin precedentes. Colombia se abría espacio en tan selecto grupo de la comunidad internacional.

Es probable que en el afán de los urgentes el discurso de Santos en la Asamblea haya pasado como decimos en Colombia de ”agache”, muy bajo perfil, pero es insistente en cada una de las intervenciones. Desde la “baja” del “Mono Jojoy”, uno de los hombres más sanguinarios en la historia de Colombia, hasta en la más reciente presentación de un libro sobre el papel de Barack Obama, en las Américas, lo sigue reforzando.

Santos ratificó su compromiso con los cerca los 45 millones de colombianos y le recordó al mundo que hacer parte de las Naciones Unidas, aunque parezca un “saludo a la bandera”, debe ser una institución que dé y sea la plataforma para obtener resultados concretos.

A diferencia de discursos anteriores, esta no fue una rendición de deberes para buscar el visto bueno del profesor. Santos se concentró en destacar la importancia del mantenimiento de la paz, no sólo en Colombia sino también en la región. Paz sí, pero de la mano de la Constitución. Este no fue el discurso de un país víctima sino un país fortalecido por las enseñanzas que para bien y para mal deja la experiencia de la violencia, el combatir a la guerrilla con más años en el mundo, la preparación militar, la inteligencia, el entrenamiento de tropa y dicho sea de paso, pese a la irregularidad del conflicto, el respeto por los derechos humanos. Este fue el discurso de un país crecido ante la adversidad.

Sumado a la seguridad, y este tema sí que es reiterativo en la mayoría de sus presentaciones, la biodiversidad estuvo presente. Esta vez no con el listado trillado de la riqueza que brilla pero que al final no es oro y que a propósito del bicentenario se salvó de la conquista española, sino del gran potencial ecológico de la región, desde luego bajo el amparo de los protocolos medioambientales vigentes y cuyos terrenos  para invertir no han sido lo suficientemente promovidos.

Finalmente, la economía. Seguridad, biodiversidad e inversión. Sí, inversión, América Latina como parte de la solución. Por un lado como potencial de inversión para Asía y por el otro lado, ante la crisis económica mundial, ejemplo para Europa, particularmente para España, que como diría un gran amigo, “pasó de ser el país del milagro económico a vivir de milagro”. Inversión en todos los aspectos.

Y por último, un punto que sumado al anterior parecería casual pero no lo es. Cada uno de los discursos ha sido pronunciado para o desde el exterior. Un país que desde los tiempos de Andrés Pastrana no había vuelto a abrirse al mundo. Básicamente es como pasar de darle la espalda al sol a proyectarse con sus rayos.


* A John Look por leal.

jueves, octubre 14

La sima del desierto


"Hay una manera de contribuir a la protección de la humanidad, y es no resignarse."
 Ernesto Sábato. El Tunel


"O Captain! my Captain! rise up and hear the bells"
Bienvenido a la libertad Capitán Urzúa*, el minero que vio por última vez la luz desde el final del túnel. Urzúa, de 54 años, fue el último de los mineros rescatados después de permanecer 69 días consecutivos bajo tierra chilena, en el desierto de las minas de San José.
Sesenta y nueve días de gestación, con sus días y sus noches, esperando en la oscura matriz de la tierra para finalmente volver a nacer.

* Luis Urzúa

domingo, octubre 10

El espejo en que se mira*


"Vamos a hablar con las tripas sobre la mesa".  Es decir, vamos a hablar de lo que verdaderamente sentimos. Ya sea en la amistad o en el amor, vamos a hablar con la verdad.

Y la frase viene a cuento porque los periodistas tenemos la obligación, si respetamos a quien nos lee, de usar un lenguaje neutral, casi aséptico, de corazón abierto en un quirófano donde no hay cabida para las emociones. Claro, en el mundo de la ciencia ficción todo es posible.

En cambio, existe otra profesión en este universo de los puntos, comas y letras, donde quién habla en primera persona crea un mundo en el que todos cabemos. Donde un político, una abogada, un ingeniero, una politologa, un periodista y hasta un piloto de avión, se miran juntos en el espejo como si fueran uno solo.

Ese es el mundo que crea cada vez que canta y escribe Santiago Cruz. Él todavía piensa que su música le pertenece, que cada vez que tiene entre sus manos una guitarra, como quien toma por la cintura a una mujer, y tararea una canción como quien susurra un secreto al oído, es a su amor y desamor a quién le canta. A su herida, que aún abierta, no sana.

Tal vez crea sinceramente que su desbordante talento pueda ser notariado cual bien inmueble de propiedad privada. Y que el tono de sus canciones, son la marca registrada de quién se sabe el protagonista de la historia...

Y así, afinando los acordes de sus sentimientos se deja ir... , “con las tripas sobre la mesa“, sin presentir que ya no es de él, sino de muchos otros, la voz que lo consuela.




CUANDO REGRESES
No sé qué va a pasar cuando regreses
cuando te vuelva a ver
no se si sentiremos aun lo mismo
con sus variantes incertidumbres el tiempo paso
solo espero que tu como yo

Todavia te mueras por estar conmigo
y te falte el aire cuando yo te mire
todavia te rias de mis tonterias
y que aun me sientas parte de tu vida

Todavia me muera por estar contigo
y que aun recuerde todos tus caminos
todavia me pierda entre tus fantasias
y que aun te sienta parte de mi vida

Solo espero que tu como yo sigamos
enamorados
enamorados

No se que va a pasar cuando regreses
y vuelva a estar frente a ti
si ves que nuestro caso esta perdido
no habra culpables no evites mirarme
el tiempo paso
solo espero que tu como yo

Todavia te mueras por estar conmigo
y te falte el aire cuando yo te mire
todavia te rias de mis tonterias
y que aun me sientas parte de tu vida
todavia me muera por estar contigo
y que aun recuerde todos tus caminos
todavia me pierda entre tus fantasias
y que aun te sienta parte de mi vida
solo espero que tu como yo sigamos
enamorados, enamorados (bis)

No se que va a pasar cuando regreses...

* A los integrantes de una noche, en un "Cruce de caminos"

jueves, octubre 7

LA ACADEMIA DEL DEBER*

No tengo ningún tipo de derechos o privilegios sobre este escrito. Sólo la fortuna de haber tenido un padre que nació en Zipaquirá, de ahí la facilidad para conseguir algunos textos.  Y por causalidades del destino, a la edad de 19 años,  la encomienda de hacer parte de la investigación de las memorías Vivir para contarlo.  Desde entonces, nunca más en mi vida he vuelto a ver o tener algún tipo de contacto con Gabriel García Márquez.

***

Este es el discurso que pronunció el 17 de noviembre de 1944 en Zipaquirá (Cundinarmaca).


"Generalmente, en todos los actos sociales como este se designa una persona para que diga un discurso. Esa persona busca siempre el tema más apropiado y lo desarrolla ante los presentes. Yo no vengo a decir un discurso. He podido escoger para hoy el noble tema de la amistad. ¿Pero qué podría yo deciros de la amistad? Hubiera llenado unos cuantos pliegos con anécdotas y sentencias que al fin al cabo no hubieran conducido al fin deseado. Analizad cada uno de vosotros propios sentimientos, considerad uno por uno los motivos por los cuales sentís una preferencia incomparada por la persona en quien tenéis depositadas todas vuestras intimidades y entonces podréis saber la razón de este acto.
Toda esa serie de acontecimientos cotidianos que nos ha unido por medio de lazos irrompibles con este grupo de muchachos que hoy va a abrirse paso en la vida, esa es amistad. Y es eso lo que yo os hubiera dicho en este día. Pero, repito, no vengo a decir un discurso; y sólo quiero nombraros jueces de conciencia en este proceso para luego invitaros a compartir con el estudiantado de este plantel, el doloroso instante de una despedida.


Aquí están, listos para partir, Henry Sánchez, el simpático D'artagnan del deporte, con sus tres mosqueteros Jorge Fajardo, Augusto Londoño y Hernando Rodríguez. Aquí están Rafael Cuenca y Nicolás Reyes, el uno como la sombra del otro. Aquí están Ricardo González, gran caballero del tubo de ensayos y Alfredo García Romero, declarado individuo peligroso en el campo de todas las discusiones: juntos, ejemplares vidas de la amistad verdadera. Aquí están Julio Villafañe y Rodrigo Restrepo, futuros miembros de nuestro parlamento y nuestro periodismo. Aquí, Miguel Angel Lozano y Guillermo Rubio, apóstoles de la exactitud. Aquí, Humberto Jaimes y Manuel Arenas y Samuel Huertas y Ernesto Martínez, cónsules de la consagración y la buena voluntad. Aquí está Alvaro Nivia con su buen humor y con su inteligencia. Aquí están Jaime Fonseca y Héctor Cuéllar y Alfredo Aguirre, tres personas distintas y un solo ideal verdadero: el triunfo. Aquí, Carlos Aguirre y Carlos Alvarado, unidos por un mismo nombre y por el mismo deseo de ser orgullo de la Patria. Aquí, Alvaro Baquero y Ramiro Cárdenas y Jaime Montoya, compañeros inseparables de los libros. Y, finalmente, aquí están Julio César Morales y Guillermo Sánchez, como dos columnas vivas que sostienen en sus hombros la responsabilidad de mis palabras, cuando yo digo que este grupo de muchachos está destinado a perdurar en los mejores daguerrotipos de Colombia. Todos ellos van en busca de la luz impulsados por un mismo ideal.

Ahora que habéis escuchado las cualidades de cada uno, voy a lanzar el fallo que vosotros como jueces de conciencia debéis considerar: en nombre del Liceo Nacional y de la sociedad, declaro a este grupo de jóvenes -con las palabras de Cicerón- miembros de número de la academia del deber y ciudadanos de la inteligencia.


Honorable auditorio, ha terminado el proceso."
 
*GABRIEL GARCÍA MARQUEZ 

En agosto nos vemos...* Libro no publicado de Gabriel García Márquez

DERECHOS RESERVADOS GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ

Volvió a la isla el viernes 16 de agosto en el trasbordador de las dos de la tarde. Llevaba una camisa de cuadros escoceses, pantalones de vaquero, zapatos sencillos de tacón bajo y sin medias, una sombrilla de raso y, como único equipaje, un maletín de playa. En la fila de taxis del muelle fue directo a un modelo antiguo carcomido por el salitre. El chofer la recibió con un saludo de antiguo conocido y la llevó dando tumbos a través del pueblo indigente, con casas de bahareque y techos de palma, y calles de arenas blancas frente a un mar ardiente.

Tuvo que hacer cabriolas para sortear los cerdos impávidos y a los niños desnudos, que lo burlaban con pases de toreros. Al final del pueblo se enfiló por una avenida de palmeras reales, donde estaban las playas y los hoteles de turismo, entre el mar abierto y una laguna interior poblada de garzas azules. Por fin se detuvo en el hotel más viejo y desmerecido.

El conserje la esperaba con las llaves de la única habitación del segundo piso que daba a la laguna. Subió las escaleras con cuatro zancadas y entró en el cuarto pobre con un fuerte olor de insecticida y casi ocupado por completo con la enorme cama matrimonial. Sacó del maletín un neceser de cabritilla y un libro intenso que puso en la mesa de noche con una página marcada por el cortapapeles de marfil. Sacó una camisola de dormir de seda rosada y la puso debajo de la almohada. Sacó una pañoleta de seda con estampados de pájaros ecuatoriales, una camisa blanca de manga corta y unos zapatos de tenis muy usados, y los llevó al baño con el neceser.

Antes de arreglarse se quitó la camisa escocesa, el anillo de casada y el reloj de hombre que usaba en el brazo derecho, y se hizo abluciones rápidas en la cara para lavarse el polvo del viaje y espantar el sueño de la siesta. Cuando acabó de secarse sopesó en el espejo sus senos redondos y altivos a pesar de sus dos partos, y ya en las vísperas de la tercera edad. Se estiró las mejillas hacia atrás con los cantos de las manos para verse como había sido de joven, y vio su propia máscara con los ojos chinos, la nariz aplastada, los labios intensos.

Pasó por alto las primeras arrugas del cuello, que no tenían remedio, y se mostró los dientes perfectos y bien cepillados después del almuerzo en el trasbordador. Se frotó con el pomo del desodorante las axilas recién afeitadas y se puso la camisa de algodón fresco con las iniciales AMB bordadas a mano en el bolsillo. Se desenredó con el cepillo el cabello indio, largo hasta los hombros, y se hizo la cola de caballo con la pañoleta de pájaros.

Para terminar, se suavizó los labios con el lápiz labial de vaselina simple, se humedeció los índices en la lengua para alisarse las cejas lineales, se dio un toque de su perfume amargo detrás de cada oreja y se enfrentó por fin al espejo con su rostro de madre otoñal. La piel, sin un rastro de cosméticos, se defendía con su color original, y los ojos de topacio no tenían edad en los oscuros párpados portugueses. Se trituró a fondo, se juzgó sin piedad y se encontró casi tan bien como se sentía.

Sólo cuando se puso el anillo y el reloj se dio cuenta de su retraso: faltaban seis para las cinco. Pero se concedió un minuto de nostalgia para contemplar las garzas que planeaban inmóviles en el vapor ardiente de la laguna. Los nubarrones negros del lado del mar le aconsejaron la prudencia de llevar la sombrilla.

El taxi la esperaba bajo los platanales del portal. Se alejó por la avenida de palmeras hasta un claro de los hoteles donde había un mercado popular al aire libre, y se detuvo en un puesto de flores. Una negra grande que hacía la siesta en una silla de playa despertó sobresaltada, reconoció a la mujer en el asiento posterior del automóvil y le dio, entre risas y chácharas, el ramo de gladiolos que había encargado para ella desde la mañana. Unas cuadras más adelante el taxi torció por un sendero apenas transitable que subía por una cornisa de piedras afiladas. A través del aire enrarecido por el calor se veían los yates de placer alineados en la dársena del turismo, el trasbordador que se iba, el perfil remoto de la ciudad en la bruma del horizonte, el Caribe abierto.

En la cumbre de la colina estaba el cementerio triste de los pobres. Empujó sin esfuerzo el portón oxidado, y entró con el ramo de flores en el sendero de túmulos tragados por la maleza, con escombros de ataúdes y saldos de huesos calcinados por el sol. Las tumbas parecían iguales en el cementerio desamparado con una ceiba de grandes ramas en el centro. Las piedras afiladas hacían daño aun a través de las suelas de caucho recalentado, y el sol duro se filtraba por el raso de la sombrilla. Una iguana surgió de los matorrales, se detuvo en seco frente a ella, la miró un instante y escapó en estampida.

Había acabado de limpiar tres tumbas, y estaba exhausta y empapada de sudor cuando logró reconocer la lápida de mármol amarillento con el nombre de la madre y la fecha de su muerte, veintinueve años antes. Solía darle las noticias de la casa, la había informado con datos confidenciales para que la ayudara a decidir si se casaba, y a los pocos días creyó recibir su respuesta en un sueño que le pareció inequívoco y sabio. Algo semejante le había ocurrido cuando el hijo estuvo dos semanas entre la vida y la muerte por un accidente de tránsito, sólo que la respuesta no le llegó en sueños, sino por la conversación casual con una mujer que se le acercó en el mercado sin ningún motivo. No era supersticiosa, pero tenía la certeza racional de que la identificación perfecta con su madre continuaba después de su muerte. Así que le hizo las preguntas del año, puso las flores en la tumba, y se fue convencida de recibir las respuestas el día menos pensado.

Misión cumplida: había repetido aquel viaje por veintiocho años consecutivos cada 16 de agosto a la misma hora, en el mismo cuarto del mismo hotel, con el mismo taxi y la misma florista bajo el sol de fuego del mismo cementerio indigente, para poner un ramo de gladiolo s frescos en la tumba de su madre. A partir de ese momento no tenía nada qué hacer hasta las nueve de la mañana del día siguiente, cuando salía el transbordador de regreso.

Se llamaba Ana Magdalena Bach, había cumplido cincuenta y dos años de nacida y veintitrés de un matrimonio bien avenido con un hombre que la amaba, y con el cual se casó sin terminar la carrera de letras, todavía virgen y sin noviazgos anteriores. Su padre fue un maestro de música que seguía siendo director del Conservatorio Provincial a los ochenta y dos años, y su madre había sido una célebre maestra de primaria montesoriana que, a pesar de sus méritos, no quiso ser nada más hasta su último aliento.

Ana Magdalena heredó de ella la esbeltez de los ojos amarillos, la virtud de las pocas palabras y la inteligencia para disimular el temple de su carácter. La voluntad de ser enterrada en la isla la había expresado tres días antes de morir. Ana Magdalena quiso acompañarla, desde el primer viaje, pero a nadie le pareció prudente, porque ella misma no creyó que pudiera sobrevivir a su congoja. Al primer aniversario, sin embargo, su padre la llevó a la isla para poner la lápida de mármol que estaban debiéndole a la tumba. La asustó la travesía en una canoa con motor fuera de borda que demoró casi cuatro horas sin un instante de buena mar. Admiró las playas de harina dorada al borde mismo de la selva virgen, el alboroto atronador de los pájaros y el vuelo fantasmal de las garzas en el remanso de la laguna interior. Pero la deprimió la miseria de la aldea, donde tuvieron que dormir a la intemperie en una hamaca colgada entre dos cocoteros, y la cantidad de pescadores negros con el brazo mutilado por la explosión prematura de los tacos de dinamita. Por encima de todo, sin embargo, entendió la voluntad de su madre cuando vio el esplendor del mundo desde la cumbre del cementerio. Fue entonces cuando se impuso el deber de llevarle un ramo de flores todos los años mientras tuviera vida.

Agosto era el mes más caluroso del año y la estación de los aguaceros grandes, pero ella lo entendió como una obligación de su vida privada que debía cumplir sin falta y siempre sola. Fue la única condición que le impuso a su hombre antes de casarse, y él tuvo la inteligencia de admitir que era algo ajeno a su poder.

Así que Ana Magdalena ha bía visto crecer año tras año los acantilados de cristal de los hoteles de turismo, había pasado de las canoas de indios a las lanchas de motor, y de éstas al transbordador, y creía tener motivos para sentirse como el nativo más antiguo de la aldea.

Aquella tarde, cuando volvió al hotel, se tendió en la cama sin más ropas que las bragas de encajes y reanudó la lectura del libro que había empezado durante el viaje. Era el Drácula original de Bram Stoker. Siempre fue una buena lectora. Había leído con rigor lo que más le gustaba, que eran las novelas cortas de cualquier género, como el Lazarillo de Totmes, El Viejo y el Mar, El extranjero. En los últimos años, al borde de los cincuenta, se había sumergido a fondo en las novelas sobrenaturales.

Drácula le había fascinado desde el principio, pero aquella tarde sucumbió al trueno continuo del ventilador colgado del cielo raso, y se quedó dormida con el libro en el pecho. Despertó dos horas después en las tinieblas, sudando a mares, de mal humor y sorda de hambre.

No era una excepción en su rutina de años. El bar del hotel estaba abierto hasta las diez de la noche, y varias veces había bajado a comer cualquier cosa antes de dormir. Notó que había más clientes que de costumbre a esa hora, y el mesero no le pareció el mismo de antes. Ordenó para no equivocarse un sándwiche de jamón y queso con pan tostado, y café con leche. Mientras se lo llevaban se dio cuenta de que estaba rodeada de los mismos clientes mayores de cuando el hotel era el único, o de escasos recursos, como ella. Una niña mulata cantaba boleros de moda, y el mismo Agustín Romero, ya viejo y ciego, la acompañaba bien y con amor en el mismo piano de media cola de la fiesta inaugural.

Terminó de prisa, abrumada por humillación de comer sola, pero se sintió bien con la música, que era suave y tierna, y la niña sabía cantar. Cuando volvió en sí sólo quedaban tres parejas en mesas dispersas, y justo frente a ella, un hombre distinto que no había visto entrar. Vestía de lino blanco, como en los tiempos de su padre, con el cabello metálico y el bigote de mosquetero terminado en puntas. Tenía en la mesa una botella de aguardiente y una copa a la mitad, y parecía estar solo en el mundo.

El piano inició el Claro de Luna de Debussy en un buen arreglo para bolero, y la niña mulata lo cantó con amor. Conmovida, Ana Magdalena pidió una ginebra con hielo y soda, el único alcohol que se permitía de vez en cuando, y lo sobrellevaba bien. Había aprendido a disfrutarlo a solas con su esposo, un alegre bebedor social que la trataba con la cortesía y la complicidad de un amante secreto.

El mundo cambió desde el primer sorbo. Se sintió bien, pícara, alegre, capaz de todo, y ernbellecida por la mezcla sagrada de la música con el alcohol. Pensaba que el hombre de la mesa de enfrente no la había mirado, pero cuando ella lo miró por segunda vez después del primer sorbo de ginebra, lo sorprendió mirándola. Él se ruborizó. Ella, en cambio, le sostuvo la mirada mientras él miró el reloj de leontina, lo guardó impaciente, miró hacia la puerta, se sirvió otro vaso, ofuscado, porque ya era consciente de que ella lo miraba sin clemencia. Entonces la miró de frente. Ella le sonrió sin reservas, y él la saludó con una leve inclinación de cabeza. Entonces ella se levantó, fue hasta su mesa y lo asaltó con una estocada de hombre.

-¿Puedo invitarlo a un trago? El hombre se resquebrajó. -Sería un honor- dijo.

-Me bastaría con que fuera un placer -dijo ella.

No había terminado cuando ya estaba sentada a la mesa, y sirvió un trago en la copa de él, y otro para ella. Lo hizo con tanta habilidad, y tan buen estilo, que él no acertó a quitarle la botella para impedir que se sirviera ella misma. Salud, dijo ella. Él se puso a tono, y ambos se tomaron la copa de un golpe. Él se atragantó, tosió con sobresaltos de todo el cuerpo y quedó bañado en lágrimas. Sacó el pañuelo intachable con un vaho de agua de lavanda, y la miró a través del llanto. Ambos guardaron un largo silencio hasta que él se secó con el pañuelo y recobró la voz. Ella se atrevió a sentar plaza con una pregunta:

-¿Está seguro de que no vendrá nadie?

-No- dijo él sin ninguna lógica-o Era un asunto de negocios, pero ya no llegará.

Ella preguntó con una expresión de incredulidad calculada: ¿Negocios? Él le respondió como hombre para que no le creyera: Ya no estoy para nada más. Y ella, con una vulgaridad que no era suya, pero bien calculada, lo remató:

-Será en su casa.

Siguió pastoreándolo con su tacto fino. Jugó a adivinarle la edad, y se equivocó por un año de más: cuarenta y seis. Jugó a descubrir su país de origen por el acento, pero no acertó en tres tentativas. Probó a adivinar la profesión, pero él se apresuró a decirle que era ingeniero civil, y ella sospechó que era una artimaña para impedir que llegara a la verdad.

Hablaron sobre la audacia de convertir en bolero una pieza sagrada de Debussy, pero él no lo había advertido. Sin duda, se dio cuenta de que ella sabía de música y él no había pasado del Danubio azul. Ella le contó que estaba leyendo Drácula. Él sólo lo había leído de niño en una versión infantil, y seguía impresionado con la idea de que el conde desembarcara en Londres transformado en perro. En el segundo trago ella sintió que el aguardiente se había encontrado con la ginebra en alguna parte de su corazón, y tuvo que concentrarse para no perder la cabeza. La música se acabó a las once, y sólo esperaban que ellos se fueran para cerrar.

A esa hora ella lo conocía ya como si hubiera vivido con él desde siempre.
Sabía que era aseado, impecable en el vestir, con unas manos mudas agravadas por el esmalte natural de las uñas. Se dio cuenta de que estaba cohibido por los grandes ojos amarillos que ella no apartó de los suyos, y que era un hombre bueno y cobarde. Se sintió con el dominio suficiente para dar el paso que no se le había ocurrido ni en sueños en toda su vida, y lo dio sin misterios:
-¿Subimos?

Él dijo con una humildad ambigua: -No vivo aquí.

Pero ella no esperó siquiera que terminara de decirlo. Se levantó, sacudió apenas la cabeza para dominar el alcohol, y sus ojos radiantes resplandecieron.
-Yo subo primero mientras usted paga, le dijo. Segundo piso, número 203, a la derecha de la escalera. No toque, empuje nada más.

Subió a la habitación arrastrada por un dulce desasosiego que no había vuelto a sentir desde su última noche de virgen. Encendió el ventilador del techo, pero no la luz; se desnudó en la oscuridad sin detenerse, y dejó el reguero de ropa en el suelo desde la puerta hasta el baño. Cuando encendió la lámpara del tocador tuvo que cerrar los ojos y aspirar hondo con un esfuerzo para regular la respiración y controlar el temblor de las manos. Se lavó a toda prisa: el sexo, las axilas, los dedos de los pies macerados por el caucho de los zapatos, pues, a pesar de los terribles sudores de la tarde, no había pensado bañarse hasta la hora de dormir. Sin tiempo de cepillarse los dientes, se puso en la lengua una pizca de pasta dentífrica, y volvió al cuarto, iluminado apenas por la luz oblicua del tocador.

No esperó a que su invitado empujara la puerta, sino que la abrió desde dentro cuando lo sintió llegar. Él se asustó: ¡Ay, mi madre! Pero ella no le dio tiempo de más en la oscuridad. Le quitó la chaqueta a zarpazos enérgicos, le quitó la corbata, la camisa, y fue tirando todo en el suelo por encima de su hombro. A medida que lo hacía, el aire se iba impregnando de un fuerte olor a agua de lavanda. Él trató de ayudarla al principio, pero ella se lo impidió con su audacia y su autoridad. Cuando lo tuvo desnudo hasta la cintura, lo sentó en la cama y se arrodilló para quitarle los zapatos y las medias. Él se soltó al mismo tiempo la hebilla del cinturón de modo que a ella le bastó con jalar los pantalones para quitárselos, sin que ninguno de los dos se preocupara por el reguero de llaves y el puñado de billetes y monedas que cayeron en el suelo. Por último, lo ayudó a sacarse el calzoncillo a lo largo de las piernas, y se dio cuenta de que no era tan bien servido como su esposo, que era el único que ella conocía, pero estaba sereno y enarbolado.
No le dejó ninguna iniciativa. Se acaballó sobre él hasta el alma y lo devoró para ella y sin pensar en él, hasta que ambos quedaron exhaustos en un caldo de sudor. Permaneció encima, luchando a solas contra las primeras dudas de su conciencia bajo el chorro caliente y el ruido sofocante del ventilador, hasta que se dio cuenta de que él no respiraba bien, abierto en cruz bajo el peso de su cuerpo.

Entonces descabalgó y se tendió bocarriba a su lado. Él permaneció inmóvil hasta que pudo preguntar con el
primer aliento:
-¿Por qué yo?

-Me pareció muy hombre -dijo ella.

-Viniendo de una mujer como usted -dijo él- es un honor.

-Ah -bromeó ella-o ¿No fue un placer?
Él no contestó y ambos yacieron pendientes de los ruidos de la noche. El cuarto era sedante en la penumbra de la laguna. Se oyó un aleteo cercano. Él preguntó: ¿Qué es eso? Ella le habló de los hábitos de las garzas en la noche. Al cabo de una hora larga de susurros banales, ella empezó a explorar con los dedos, muy despacio, desde el pecho hasta el bajo vientre. Lo exploró después con el tacto de sus pies a lo largo de las piernas, y comprobó que todo él estaba cubierto de un vello rizado y tierno que le recordó la hierba en abril. Luego empezó a provocarlo con besos tiernos en las orejas y en el cuello, y se besaron por primera vez en los labios. Entonces él se le reveló como un amante exquisito que la elevó sin prisa hasta el más alto grado de ebullición. Ella se sorprendió de que unas manos tan primarias fueran capaces de tanta ternura. Pero cuando él trató de inducirla al modo convencional del misionero, ella se resistió, temerosa de que se estropeara el prodigio de la primera vez. Sin embargo, él se le impuso con firmeza, la manejó a su gusto y manera, y la hizo feliz.
Habían dado las dos cuando la despertó un trueno que sacudió los estribos de la casa, y el viento forzó el pestillo de la ventana. Se apresuró a cerrarla, y en el mediodía instantáneo de otro relámpago vio la laguna encrespada, y a través de la lluvia vio la luna inmensa en el horizonte y las garzas azules aleteando sin aire en la borrasca.
De regreso a la cama se le enredaron los pies en la ropa de ambos. Dejó la suya en el suelo para recogerla después, y colgó la chaqueta de él en la silla, colgó encima la camisa y la corbata, dobló los pantalones con cuidado para no arrugarles la línea, y les puso encima las llaves, la navaja y el dinero que se le habían caído de los bolsillos. El aire del cuarto se refrescaba por la tormenta, así que se puso el camisón rosado de una seda tan pura que le erizó la piel. El hombre, dormido de costado y con las piernas encogidas, le pareció un huérfano enorme, y no pudo resistir una ráfaga de compasión. Se acostó a sus espaldas, lo abrazó por la cintura, y el vaho amoniacal de su cuerpo ensopado de sudor le llegó al alma. Él soltó un resuello áspero y empezó a roncar. Ella se adurmió apenas, y despertó en el vacío del ventilador eléctrico cuando se fue la luz y el cuarto quedó en la fosforescencia verde de la laguna. Él roncaba entonces con un silbido continuo. Ella empezó a teclear en sus espaldas con la punta de los dedos por simple travesura. Él dejó de roncar con un sobresalto abrupto y su animal exhausto empezó a revivir. Ella lo abandonó por un instante y se quitó de un tirón la camisa de noche. Pero cuando volvió a él fueron inútiles sus artes, pues se dio cuenta de que se hacía el dormido para no arriesgarse por tercera vez. Así que se apartó hasta el otro lado de la cama, volvió a ponerse la camisa y se durmió a fondo de espaldas al mundo.

Su horario natural la despertó al amanecer. Yació un instante divagando con los ojos cerrados, sin atreverse a admitir el latido de dolor de sus sienes ni el mal sabor de cobre en la boca, por el desasosiego de que algo ignoto la esperaba en la vida real. Por el ruido del ventilador se dio cuenta de que había vuelto la luz y la alcoba era ya visible por el alba de la laguna.

De pronto, como el rayo de la muerte, la fulminó la conciencia brutal de que había fornicado y dormido por la primera vez en su vida con un hombre que no era el suyo. Se volvió a mirarlo asustada por encima del hombro, y no estaba. Tampoco estaba en el baño. Encendió las luces generales y vio que no estaba la ropa de él, y en cambio la suya, que había tirado por el suelo, estaba doblada y puesta casi con amor en la silla. Hasta entonces no se había dado cuenta de que no sabía nada de él, ni siquiera el nombre, y lo único que le quedaba de su noche loca era un tenue olor a lavanda en el aire purificado por la borrasca. Sólo cuando cogió el libro de la mesa de noche para guardarlo en el maletín se dio cuenta de que él le había dejado entre sus páginas de horror un billete de veinte dólares".

La noche del Eclipse
Otros misterios de aquel hotel extravagante no fueron tan fáciles para Ana Magdalena Bach, cuando encendió un cigarrillo se disparó un sistema de timbres y luces, y una voz autoritaria le dijo en tres idiomas que estaba en una habitación para no fumadores, la única que encontró libre una noche de ferias. Tuvo que pedir ayuda para aprender que con la misma tarjeta de abrir la puerta se encendían las luces, la televisión, el aire acondicionado y la música de ambiente. Le enseñaron a digitar en el teclado electrónico de la bañera redonda para regular la erótica y la clínica de jacuzzi. Loca de curiosidad se quitó la ropa ensopada de sudor por el sol del cementerio, se puso el gorro de baño para protegerse el peinado y se entregó al remolino de la espuma. Feliz, marcó a larga distancia el teléfono de su casa, y le gritó al marido la verdad: "No te imaginas la falta que me haces". Fueron tan vívidos los fieros que le hizo, que él sintió en el teléfono la excitación de la bañera.

-Carajo -dijo- éste me lo debes.

Ella había pensado pedir al cuarto algo de comer para no tener que vestirse, pero el recargo por el servicio de habitación la decidió a comer como pobre en la cafetería. El vestido de seda negra, tubular y demasiado largo para la moda, le iba bien con el peinado. Se sintió medio desvalida con el escote, pero el collar, los aretes y las sortijas de esmeraldas falsas le subieron la moral y aumentaron el fulgor de sus ojos.

Cuando bajó a cenar eran los ocho.
Terminó pronto. Agobiada por el llanto de los niños y la música estridente, decidió regresar al cuarto para leer El día de los Trífidos, de Ray Bradbury, que tenía en turno desde hacía más de tres meses. El remanso del vestíbulo la reanimó, y al pasar frente al cabaret le llamó la atención una pareja profesional que bailaba el Vals del Emperador con una técnica perfecta. Permaneció absorta en la puerta hasta que terminó el espectáculo y la clientela común ocupó la pista de baile. Una voz dulce y varonil, muy cerca de sus espaldas, la sacó del ensueño:

- ¿Bailamos?
Estaban tan cerca, que ella percibió el tenue olor de su timidez detrás de la loción de afeitar. Entonces lo miró por encima del hombro, y se quedó sin aliento. "Perdone, -le dijo aturdida -, pero no estoy vestida para bailar". La réplica de él fue inmediata:
- Es usted la que viste el vestido, señora.

La frase la impresionó. Con un gesto inconsciente se palpó los pechos intactos, los brazos desnudos, las caderas firmes, hasta comprobar que su cuerpo estaba en realidad donde lo sentía. Entonces miró de nuevo por encima del hombro, ya no para reconocerlo, sino para apropiárselo con los ojos más bellos que él vería jamás.

- Es usted muy gentil -le dijo con encanto-. Ya no hay hombres que digan esas cosas.
Entonces él se puso a su lado y le reiteró en silencio la invitación a bailar. Ana Magdalena Bach, sola y libre en su isla, se agarró de aquella mano con todas las fuerzas de su alma como al borde de un precipicio.

Bailaron tres valses a la manera antigua. Ella supuso desde los primeros pasos, por el cinismo de su maestría, que él era otro profesional alquilado por el hotel para animar las noches, y se dejó llevar en círculos de vuelo, pero lo mantuvo firme a la distancia de su brazo. Él le dijo mirándola a los ojos:

"Baila como una artista". Ella sabía que era cierto, pero sabía también que él se lo había dicho de todos modos a cualquier mujer que quisiera llevarse a la cama.

En el segundo valse, él trató de apretarla contra su cuerpo, y ella lo mantuvo en su lugar. Él se esmeró en su arte, llevándola por la cintura con la punta de los dedos, como una flor. A la mitad del tercer valse ella lo conocía como si fuera desde siempre.

Nunca había concebido a un hombre tan anticuado en un empaque tan bello. Tenía la piel lívida, los ojos ardientes bajo unas cejas frondosas, el cabello de azabache absoluto aplanchado con gomina y con la línea perfecta en el medio. El esmoquin tropical de seda cruda ceñido a sus caderas estrechas completaba su estampa de lechuguino. Todo en él era tan postizo como sus maneras, pero los ojos de fiebre parecían ávidos de compasión.

Al final de la tanda de valses él la condujo a una mesa apartada sin anuncio ni permiso. No era necesario: ella lo sabía todo de antemano, y se alegró de que él ordenara champaña. El salón en penumbra era bueno para vivir, y cada mesa tenía su propio ámbito de intimidad.

Ana Magdalena calculó que su acompañante no pasaba de los treinta años, porque apenas si daba pie con el bolero. Ella lo encaminó con tacto sereno, hasta que él encontró el paso. Lo mantuvo a la distancia, para no darle el gusto de que sintiera en sus venas la sangre enfebrecida por la champaña. Pero él la forzó, primero con suavidad, y después con toda la fuerza de su brazo en la cintura. Ella sintió entonces en su muslo lo que él había querido que sintiera para marcar su territorio, y se maldijo por el batir de su sangre en las venas y el fogaje de su respiración, pero supo oponerse a la segunda botella de champaña. Él debió notarlo, pues la invitó a un paseo por la playa. Ella disimuló su disgusto con una frivolidad compasiva:

- ¿Sabe qué edad tengo?

- No puedo imaginarme que usted tenga una edad dijo él-. Sólo la que usted quiera.

No había acabado de decirlo cuando ella, hastiada de tanta mentira, le planteó a su cuerpo el dilema terminante: ahora o nunca. "Lo siento", dijo, poniéndose de pie. Él se sobresaltó.

- ¿Qué ha pasado?

-Tengo que irme -dijo ella-.La champaña no es mi fuerte.
Él propuso otros programas inocentes, sin saber quizás que cuando una mujer se va no hay poder humano ni divino que la detenga. Por fin se rindió.

- ¿Me permite acompañarla?

-No se moleste -dijo ella-o Y gracias, de veras, fue una noche inolvidable.

En el ascensor estaba ya arrepentida.

Sentía un rencor feroz contra sí misma, pero la compensaba el placer de haber hecho lo que correspondía. Entró en el cuarto, se quitó los zapatos, se tiró bocarriba en la cama y encendió un cigarrillo. Casi al mismo tiempo llamaron a la puerta, y ella maldijo el hotel donde la ley perseguía a los huéspedes hasta su intimidad sagrada. Pero el que tocó no era la ley, era él.

Parecía una figura del museo de cera en la penumbra del corredor. Ella lo comprobó con la mano en el pomo de la puerta, sin una pizca de indulgencia, y al fin le cedió el paso. Él entró como en su casa.

-Ofrézcame algo -dijo.

- Sírvase usted mismo -dijo ella-. No tengo la menor idea de cómo funciona esta nave espacial.

Él, en cambio, lo sabía todo. Moderó las luces, puso la música de ambiente y sirvió dos copas de champaña del rninibar con la maestría de un director de orquesta. Ella se prestó al juego, no corno ella misma, sino como protagonista de su propio papel. Estaban en el brindis cuando sonó el teléfono, y ella contestó alarmada. Un oficial de la seguridad del hotel le advirtió muy amable que ningún invitado podía permanecer en una suite después de la medianoche sin registrase en la recepción.

- No necesita explicármelo, por favor

-lo interrumpió ella, abochornada -. Perdone usted.

Colgó con la cara congestionada por el rubor. Él, corno si hubiera oído la advertencia, la justificó con una razón fácil: "Son mormones". Y sin más vueltas la invitó a contemplar un eclipse total de luna desde la playa. La noticia era nueva para ella. Tenía una pasión infantil por los eclipses, pero toda la noche se había debatido entre el decoro y la tentación, y no encontró un argumento válido para no aceptar.
- No tenemos escapatoria -dijo él-. Es nuestro destino.

La invocación sobrenatural la dispensó de escrúpulos. Así que se fueron a ver el eclipse en la camioneta de él, a una bahía escondida en un bosque de cocoteros, sin huellas de turistas. En el horizonte se veía el resplandor remoto de la ciudad, y el cielo era diáfano y con una luna solitaria y triste. Él estacionó al abrigo de las palmeras, se quitó los zapatos, se aflojó el cinturón y abatió el asiento para relajarse.

Ella descubrió que la camioneta no tenía más que los dos asientos delanteros, que se convertían en camas con sólo apretar un botón. El resto era un bar mínimo, un equipo de música con el saxo de Fausto Papetti, y un baño minúsculo con un bidé portátil detrás de una cortina carmesí. Ella entendió todo.

-No habrá eclipse -dijo-. Sólo pueden ser en luna llena, y estamos en cuarto creciente.

Él se mantuvo imperturbable.

- Entonces será de sol -dijo-. Tenemos tiempo.
No hubo más trámites.

Ambos sabían ya a lo que iban, y ella sabía además qué era lo único distinto que podía esperar de él desde que bailaron el primer bolero. La asombró la maestría de mago de salón con que la desnudó pieza por pieza, casi hilo por hilo, con la punta de los dedos y sin tocarla apenas, como deshollejando una cebolla. Con la primera embestida del minotauro ella se sintió morir por el dolor con una humillación atroz de gallina descuartizada. Quedó sin aire y empapada en un sudor helado, pero apeló a sus instintos primarios para no sentirse menos ni dejarse sentir menos que él, y se entregaron juntos al placer inconcebible de la fuerza bruta subyugada por la ternura. Ana Magdalena no se preocupó por saber quién era él, ni lo pretendió, hasta unos tres años después de aquella noche inolvidable, cuando reconoció en la televisión su retrato hablado de vampiro triste, solicitado por todas las policías del Caribe como el estafador y proxeneta de viudas alegres y solitarias, y probable asesino de dos.

*DERECHOS RESERVADOS GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ

sábado, octubre 2

La suerte de Correa...



Es probable que las circunstancias puedan cambiar para siempre la historia de un país. Otras, simplemente se anteponen a los hechos o siembran el camino de lo innevitable.

A la edad de 37 años, con su segundo hijo recién nacido, Winston Spencer Churchill, entonces Primer Lord del Almirantazo del gobierno británico, apenas saboreando las mieles del poder, pensó que no bastaba con tener una de las flotas marítimas más completas del mundo, también quería conquistar los cielos aunque el sol nunca se pusiera bajo su país natal.
Su obstinación en fortalecerse militarmente le sirvió a los británicos como antesala de lo que sería la I Guerra Mundial.
Calculado o no, el camino ya estaba trazado para lo que sucedería.

Sin ir tan lejos, el pasado jueves, en Ecuador, con el desconocimiento absoluto de las leyes y la Constitución de ese país, los medios de comunicación le vendimos al mundo entero un "intento fallido de Golpe de Estado" a precio de "huelga". ¿El resultado? Ocho personas muertas, 274 más heridas y un Presidente Correa más fortalecido que el "articulito" que le permitió en el año 2007, durante su primer mandato, convocar a una Asamblea Constituyente para crear una “Nueva Constitución”.
El argumento que se expuso en ese entonces, era que había que hacer cambios trascendentales que marcarían el camino de la “Revolución Ciudadana”, como él mismo la llamó, y propuso entre muchas otras cosas, reducir el salario a la mitad de todos los funcionarios públicos, comenzando por el Jefe del Estado. Hasta ahí todo bien. Malpensados los que crean que la medida podía interpretarse como populista, aunque su ideología vaya en el mismo sentido de la del presidente Evo Morales de Bolivia, Hugo Chávez de Venezuela y a la sombra los hermanos Castro, de Cuba.

Claro, hay que reconocer que el hecho de que fuera la policía la protagonista de las protestas y no los ciudadanos, o incluso los propios indígenas, más el antecedente de los sietes presidentes que han salido del gobierno en menos de trece años, fueran la combinación perfecta para titular que una vez más, interrumpiendo el periodo establecido, los ecuatorianos iban por la cabeza del octavo presidente que saldría sin terminar su mandato. Pero ese no era el caso, ni tampoco es cierto, como algunos llegaron a afirmar, que el derrocamiento de los anteriores mandatarios,  se hubiera hecho de forma generalizada por fuera de la ley.

De nada sirvió que el jefe de Estado Mayor de la Policía, Florencio Ruiz, aclarara desde tempranas horas de la mañana, que pese a la forma, no estaban en contra del Presidente pero, a pocos días de realizarse votaciones, pedían “tumbar las disposiciones de la Ley del Servicio Público” que prohíben, entre otras cosas, las condecoraciones por el tiempo de servicio cumplido, lo cual se vería reflejado en menos ingresos económicos. En castellano, es como si a la hora de una liquidación salarial, a usted no le tuvieran en cuenta la antigüedad de tiempo trabajado en la empresa.  Eso sin contar con que el derecho a la huelga, sin excepción, está contemplado en todas las constituciones latinoamericanas.

Y aunque de nada sirve profetizar sobre lo que ya pasó, tampoco hay que olvidar a Churchill cuando afirmaba, ya en calidad de estadista,  "que no hay nada en la vida más estimulante que te disparen sin hacerte daño, hay hombres que sienten una gran exaltación con la próximidad del desastre y la  ruina".

Ojalá que la misma suerte que hoy brilla para Correa por circunstancias que jugaron a su favor, sea la misma que acompañe en el futuro a Ecuador.

viernes, octubre 1

COMO UN DOLOR DE MUELAS (Segunda Parte)*

La carta del cantante Joaquin Sabina esta fechada en Buenos Aires, Argentina, pero se hizo pública en San Cristóbal de las Casas, ciudad de Chiapas, México, Estado donde estalló el Movimiento zapatista en enero de 1994.


"¿Dónde encontrar una excusa para tan terca mudez? Sucede que, cada vez con mayor saña, las musas se vengan de quien abusa del ripio y el do, re, mi. Qué puedo contarte a ti, que no sepas de memoria, si andas cambiando la historia con la tinta y el fusil.



Bastaría con que en las actas chiapanecas del dolor, conste que mi corazón es una ciencia inexacta, que a regañadientes pacta, con la razón militante. Ojalá, subcomandante, al cabo de este pregón merezca tu absolución, este afónico cantante.

Pero, elige con cuidado a quién diriges tus cartas, porque hay leyendas que infartan al ánimo más templado.

¿Cómo puede merecer corresponsal tan bragado quien desde el mejor hotel de Cancún o de Sevilla oye hablar de la guerrilla como quien oye llover? Y, sin embargo excluido de partidos y banderas, me conmueve tu manera de no darte por vencido, de disputarle al olvido la hoguera del porvenir, de desempolvar la crin del caballo de Zapata, de matar a los que matan, de enseñarnos a vivir.

Me encargaste una canción y por décimas te salgo, hace meses que cabalgo sobre la contradicción de restaurar la emoción, en tiempos tan iscariotes, con la mano en el escote del verso a la antigua usanza. Así hablaba Sancho Panza con mi señor Don Quijote. Por lo demás, cuídate, cuando vengan por las malas, que no te rocen las balas, que no te falte papel, ni frijoles, ni mujer, que la virgen lacandona te esconda bajo su lona. Te lo pide un gachupín que se despierta en Madrid soñando con tu persona".

Querido Subcomandante, mal y tarde, aquí te adelanto la letra de la canción que saldrá en el febrero. Con ganas de verte pronto. Todos los abrazos,


Joaquín Sabina.

" Como un dolor de muelas "


(Letra: Subcomandante Marcos, Joaquín Sabina / Música: Pancho Varona)
 
 
Como si llegaran a buen puerto mis ansias,


como si hubiera donde hacerse fuerte,

como si hubiera por fin destino para mis pasos,

como si encontrara mi verdad primera,

como traerse al hoy cada mañana,

como un suspiro profundo y quedo,

como un dolor de muelas aliviado,

como lo imposible por fin hecho,

como si alguien de veras me quisiera,

como si al fin un buen poema me saliera...

una oración.


Como si la arena cantara en el desierto

los cantos de sirena del mar Muerto,

como si para crecer sobraran las escaleras,

como si escribiera un ciego un libro abierto.


Ven a poblar el zócalo de ojos,

siembra de migas de pan caliente

mis canas de alcanfor adolescente.

Ponle al sordo voz y alas al cojo,

bendice nuestro arroz, nuestro minuto,

como si no fuéramos cómplices del luto...

del corazón.

http://www.youtube.com/watch?v=_rbv6UYd2Gc&feature=player_embedded
 
* Elige con cuidado a quién diriges tus cartas, porque hay leyendas que infartan al ánimo más templado!